“Mi perra ciega”


Después de andar por el pasillo, orientándose por la voz de Leticia llega hasta el living; con el hocico palpa el sofá, sube a él y se acomoda para dormir. Me causa pena al verla sumida en la noche de su oscuridad.

Ya no puede correr como otrora porque ha quedado ciega.
Recuerdo el día en que la conocí en casa de su dueña. Era una perrita pequeña de color negro. Nos hicimos amigas en las visitas que realizábamos para visitar a la anciana. Pituca, que así se llamaba el animalito, era su única acompañante. No bien se detenía nuestro automóvil, comenzaba a correr alegremente, por la galería y por los fondos de la casa. Daba muchas vueltas. Luego reposaba en mis rodillas y yo la acariciaba. ¡Como me encariñé con ella!

Le pedí a la señora que me la regalara.

__Cuando yo muera___te la puedes llevar me dijo__pero tienes que cuidarla y quererla como yo la quiero. Ella está acostumbrada a mucho cariño. 

Pasaron algunos años. La buena anciana enfermó y la perrita no se separó un instante de su lado, ni aún en la presencia de los médicos que trataban de alejarla. Cuando falleció, fue traída a nuestro hogar. Héctor detuvo el vehículo en el lote de terreno contiguo. Leticia y yo conteníamos la respiración ya que teníamos dos grandes perras y desconocíamos la reacción que tendrían ante la llegada de la visitante. Pero la aceptaron sin inconvenientes.

La perrita descendió, siguió a mi yerno con naturalidad, saludó a mi hija quien la esperaba junto a las adultas perras. Yo la hice entrar en mi dormitorio, la tomé en mis brazos y ese fue el momento en que ella comprendió que viviría para siempre con nosotros. Desde entonces compartió la vida de nuestro hogar junto a Diana y Negrita, y nos hicieron muy felices.

Pituca conoció y jugó en todos los rincones de la casa por mucho tiempo. Esto la ayudó en su ceguera porque tenía memoria de los lugares recorridos.

Ayer al atardecer, presintiendo que había llegado su momento de morir, me buscó en el patio; la alcé y la acosté sobre mis rodillas. 

Me miraba con sus ojos tristes y la arrullé en mis brazos como tantas veces lo había hecho. Se durmió para siempre. Lloré sin consuelo, como también lloré por Negrita y Diana. Las tres fueron sepultadas en el lote contiguo a la sombra de los grandes árboles. Héctor les construyó una cerca de piedras grandes con algunas plantas. No puedo pasar por el lugar sin derramar algunas lágrimas. Hoy en mi ancianidad y al escribir estas líneas me emociono todavía. 


Blanca Fáchisthers. (una escritora argentina de 83 años)


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