¡El día del Padre es una celebración muy especial!
Es un recordatorio de los grandes sacrificios y esfuerzos que los padres
tuvieron y sigue haciendo por su familia. La siguiente narración que les
presento es muy significativa, ya que mi padre tuvo que emigrar a los Estados
Unidos en busca de mejores oportunidades al igual que lo hacen miles de
paisanos. Extiendo un amplio reconocimiento a aquellas mujeres que desempeñan
con coraje y tenacidad esta ardua labor de ser padre y madre a la vez. En este
mismo sentido, también mi admiración para los padres solteros que con valentía
hacen la diferencia en la vida de sus hijos.
Alma
Polvorienta
Por
Ariadna Sánchez
© 2016
A
medio techo paseándose como faraona de oriente se contoneaba Bartola. Ella era
una gata flaca y de pelo blanco, sus ojos azules como el inmenso cielo le
brillaban como luceritos de verano. El sol radiante y potente acariciaba la
mañana de mi partida. Una partida que era necesaria para el progreso. Las
tortolitas adornaban la pieza de la casa, aunque se deslizaban temerosas por mi
presencia hacia los residuos de las semillas que se quedaron de la noche
anterior. Superman, mi perro huesudo y medio tiriciento percibía el adiós. Sus
ojotes negros se hundían como presagiando mi abandono y mi miedo. El impertinente
reloj y su atormentador tic-tac me recordaban que a medio día la camioneta me
llevaría hacia el aeropuerto rumbo a Tijuana.
El
espumeante chocolate de leche y el embelesador pan de yema me estaban esperando
en la cocinita de mi mamá. Ella con mandil puesto y entre sollozos y plegarias
me servía lo que sería mi último almuerzo en casa. Mi papá abrazaba un rollo de
alfalfa como aferrándose a los recuerdos de la infancia que se fue como agua. Mi
corazón se desgarraba como cuando le quitas la cáscara a una naranja. El dolor
de dejar a mi familia empezaba hacer estragos en mi garganta. Quería hablar y
no podía. Quería llorar pero mis ojos estaban secos como el desierto. Quería
que las circunstancias hubieran sido diferentes no solo para mi sino para otros
miles de paisanos que al igual que yo teníamos que emigrar. Entre lagrimas y
recuerdos pasé el primer sorbo del caliente y dulce chocolate. Mi pequeña
mochila que estaba remendada de la orilla, era mi pasaporte hacia “el otro lado”.
Una estampita de Guadalupe y unos escasos pesos eran la luz de mi camino. Un
camino que no es fácil pues hay una incertidumbre que ni yo alcanzo a
comprender. Es un camino donde lobos y ovejas, más bien, coyotes y corderos
penetran el muro que divide dos territorios tan distintos entre si. Finalmente,
el sonido del claxon se escucha y es hora de salir. La tristeza en su máxima
expresión se hace presente. Como una ladrona, me roba mi familia, mi tierra, mi
confianza, hasta mi dignidad. Me temblaban los pies y pasé saliva como unas
tres veces para no llorar. Mi madre me santiguó y me besó la frente cubriéndola
con lagrimas y así dejándolas estampadas como sello permanente. Mi padre con
semblante serio y pensativo, me abrazó y me bendigo. Se acomodó de nuevo el
sombrero y me encaminó a la puerta. El chofer del pueblo “ya tiene el cuero
curado”, pues él es quien lleva a todos los del pueblo al aeropuerto y solo con
una media sonrisa me recibe porque entiende el difícil trance. Me coloco en el
asiento, no sin antes echarle un último reojo a mi barrio querido. Donde mis
mejores años se quedan atrapados en la memoria y haciendo eco en las paredes de
adobe y ladrillo. Giro nuevamente mi rosto hacia mis padres que tomados del
brazo me despiden, mientras el chofer conduce la camioneta velozmente sobre
calle descascarada, dejando atrás una vez más otra alma polvorienta.
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